Orgullo calahorrano, arnedano y riojano



                En la ciudad de Calahorra existe una calle, una buena calle, que siempre destacó en el mapa calahorrano. Conocida como la «de las farolas», es una amplia avenida que debe su sobrenombre a que desde sus primeros tiempos gozó de una modernísima iluminación proporcionada por sus grandes báculos luminarios. En la España de entonces ―y en una localidad más bien pequeña, calculo que podría rondar por los 14.000 habitantes― llamaban la atención sus dimensiones y su cantidad, probablemente bastante distantes de las de otras calles, por eso el sobrenombre.  El paso de los años, la evolución tecnológica, la necesidad de contar con la sostenibilidad medioambiental, hicieron recomendable su renovación en 2015. Con la nueva tecnología LED se lograría un ahorro energético del 60 % a decir de los técnicos responsables.

                La calle Achútegui de Blas (Don Agustín) que este es realmente su nombre oficial siempre fue una calle mimada, bien cuidada, y desde 2015 luce (nunca mejor dicho) un aspecto inmejorable: un alumbrado de diseño y una mediana central con arbolado (un nuevo hito en el cuidado medioambiental).

                Y… ¿por qué yo, logroñés me pongo a escribir sobre esta calle? Sencillamente por la coincidencia de mi primer apellido con el primero que luce la placa que nombra la calle: Achútegui. Realmente, no es pura casualidad. Este Agustín no es otro que el abuelo Agustín que casado con la abuela Isabel tuvieron cinco hijos, uno de ellos mi padre Alejandro Achútegui Viada ―que también tiene su calle en otro pueblo riojano, pero esa es otra historia (como se dice habitualmente) ―.

                La casualidad sí quiso que yo, su nieto, a finales de los 80 hasta mediados los 90 del siglo pasado ―¡qué vértigo da hablar de siglos!― me dedicara a la promoción de ventas de material eléctrico; algunos pueblos riojanos fueron alumbrados con la marca que yo representaba, entre ellos: Calahorra y Arnedo, a las que preparé algunos estudios luminotécnicos que llegaron a buen puerto y, finalmente, fue mi material el utilizado.

                Saco a colación Calahorra y Arnedo, pues ambos apellidos de mi abuelo provienen de dichas localidades: Achútegui es un reconocido y respetado apellido de la ciudad bimilenaria ―aunque de obvio origen vizcaíno― y de Blas, de Arnedo. Con frecuencia saco mi orgullo y suelo expresar que soy calahorrano por parte de abuelo, bisabuelo y demás ancestros. Arnedano por mi bisabuela Trini y demás.

                Fue en el año 1969, exactamente el 3 de mayo, ¡cachisss!, casi aciertan con el cumpleaños del abuelo (dos días más tarde) cuando el Ayuntamiento de Calahorra decidió honrarlo rotulando una de sus mejores avenidas del ensanche con su nombre.

                ¿Quién fue mi abuelo?, ¿por qué la calle…?

                Simplemente, porque era un hijo de su ciudad, nació en El Raso, que llevó el orgullo de ser de Calahorra y riojano doquiera que fuese. En palabras de su hija Maribel, fue como un cónsul honorario en el resto de España, incluso en Marruecos, donde también hizo uso de su españolidad, en perfecta convivencia con los moros, término que en mi casa jamás tuvo connotaciones peyorativas. Mi abuelo, hijo de un zapatero artesano, que también regentó el bar del Círculo Católico de Calahorra ―donde «el Agustín» echaba una mano y también estudiaba a ratos libres― fue aprobando oposición tras oposición y con excelentes resultados, escalando puestos en la administración.

                En 1927, con 27 años, pidió destino en Tetuán, capital del entonces Protectorado Español de Marruecos, desempeñando distintos cargos que, por no alargarme, no citaré. Viajaba todos los años a su ciudad natal a verse con la familia y amigos. Todos, excepto los años de la Guerra Civil. En 1962 regresa a España, a la Intervención General de Hacienda en Madrid. Desde su puesto en el ministerio, casi desde el primer día, promovió la instalación de un Parador Nacional en su ciudad a sabiendas ―y, precisamente, por y para eso― del beneficio, de la riqueza, que iba a generar con los puestos de trabajo a crear y el auge que iba a suponer para el turismo a esta tierra. El parador se inauguraría en 1975bastantes años después de la promesa de mi abuelo de que su pueblo como gustaba decir, obviando que es ciudad tendría su parador.  Bastantes años después del inicio de los trámites. Para entonces, la calle Agustín Achútegui de Blas llevaba seis años con su nombre.

                He comentado que mis abuelos paternos tuvieron cinco hijos, una niña murió bien pequeñita. Los hijos, dos mujeres y dos varones, se afincaron en Alcalá de Henares, Logroño (mi padre), Zaragoza y distintos destinos andaluces, la pequeña. Primos de varias tierras, todas hermosas, que nos juntábamos en Madrid en la casa Achútegui Viada (Viada era mi abuela). Puedo recordar el orgullo riojano del abuelo cuando en la mesa sus nietos riojanos tomábamos vino en vez de Coca Colas y Fantas ―entonces no había normas sobre alcohol, en los hogares de La Rioja era habitual su consumo moderado entre los menores―. Puedo recordar como mi abuelo me explicaba que La Rioja, aunque se identificaba con la entonces Provincia de Logroño, también tenía su parte alavesa. Siempre hablaba de La Rioja ―y así lo aprendimos―, salvo para los papeles oficiales y como una, aunque fuese dividida.

                También que mis abuelos volvían todos los años a Calahorra, siempre coincidiendo con las fiestas. La de churros que habré comido por el Mercadal, la de encierros que habré presenciado con los vivos y curiosos ojos de la niñez. De la mano de los abuelos para no perdernos entre la multitud, vivíamos las fiestas como unos calahorranos más.

                Ese fue mi germen riojanista. En 1979, escribí por primera vez sobre La Rioja. Tuve que dar una charla en el colegio, no fue la única, porque nuestro querido profesor quería enseñarnos el uso de la palabra en público. ¡Y a fe, vive dios! que aprendí. El tema era de nuestra elección y, por cierto, como Achútegui y primero de la lista, yo estrené la ronda. La charla la titulé Logroño o La Rioja: Cambio en la denominación de la provincia. Yo tenía 16 años. Fue el 23 de noviembre, otra casualidad hizo que un año después, el 23 de noviembre de 1980 entrase en vigor el cambio de nombre demandado: ya éramos La Rioja (oficialmente). Desde entonces no he parado.

                Henchido el pecho por el riojanismo, no puedo dejar de citar las enseñanzas de mis padres, abuelos y más de un profesor. Recordaré de por vida al extraordinario y excelente Padre Ignacio Knörr, jesuita, mi tutor en 7º y 8º de EGB en Tudela (Navarra). Sus lecciones sobre geografía e historia, ―exámenes con el libro abierto, todo un avanzado― fueron igual de importantes que las que nos daba con cariño y ejemplo sobre esfuerzo, honradez, justicia, solidaridad, derechos humanos (estoy hablando de 1975-1977), y todos esos valores que, aprendidos de mis padres, salieron totalmente reforzados. Solo comparables a las que recibí en los PP Marianistas de Logroño durante el BUP, donde nombres como Teófilo Lejarza y Manuel Otaño, Manolo para todos los alumnos, quedarán en la memoria de este que escribe. Muy agradecido por narrar sus vivencias en Guatemala, Colombia, Nicaragua… y que nos transmitían con fuerza ese sentido de los valores mencionados.

                Volviendo a Calahorra y Arnedo, un saludo a familia y amigos desde Logroño.

                Salud y más Rioja.

 

Ignacio Achútegui Conde

28 de octubre de 2025

 

Felicísima coincidencia con el aniversario de la primera constancia escrita de alguien que sintió la necesidad de autorreconocerse como riojano, tras su firma en una escritura. Era un cura o presbítero como él mismo escribió antes de añadir riogñ (abreviatura de riogensis >riojano). Fue un 28 de octubre de 1228.

 

 

 

 

 

 


 

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