La diáspora de los sueños perdidos

“Creced, multiplicaos, llenad la tierra...”, (Gén. 1,28), mandato divino tras la creación del ser humano que se compone de cuerpo y alma, tal como nos enseñarían los clásicos.

Obviaremos que en lo referente a lo corpóreo el hombre lo ha tenido bien en cuenta y hoy habita por todo el globo terráqueo excepto aquellos lugares de imposible supervivencia, no sé si por convicción propia, imperativo divino o tan solo como resultado del abandono a los placeres de la carne.

Hablamos de la dimensión anímica del hombre, allá donde residen las capacidades racionales. El alma ─inmortal o mortal, depende de a quien tengamos como referente válido─ nos caracteriza como seres humanos y nos proporciona conocimiento y pensamiento. Así podemos decir que los pensamientos deben crecer y multiplicarse para cumplir el mandato de la naturaleza, de... ¿tal vez, Dios?

A consecuencia de ello, es misión, humana o divina, de toda persona difundir las ideas por encima de quienes pretenden coartarlas en nombre del orden y la paz social, en realidad su orden y su paz social. Sin librepensadores adelantados a su época la edad de las cavernas se extendería por la faz de la tierra, nada habríamos avanzado en materias sociales. El ser humano seguiría comiendo crudos los alimentos y pensando que el sol gira en torno a la plana y estática tierra, entre otros asuntos.

Movimientos culturales como el Renacimiento y la Ilustración tuvieron su reflejo en el Libro de la Humanidad. Grandes personajes motivaron el cambio con gran sacrificio personal. Debieron afrontar el inmovilismo ignorante de quien ostentaba el poder en su momento. ¡Quizá!, su oposición no resultó tan ignorante. Respondía tan solo a la falta de escrúpulos a la hora de impedir que su privilegiada situación fuese cuestionada.

Las ideas se propagaron como reguero de pólvora, muchas veces impulsadas por esa misma pólvora. Las revoluciones no las hicieron lideres en solitario; participaron en ellas gente normal, anónima en su mayoría, que puesta su esperanza en un mundo mejor, optó por conseguirlo.

España no fue ajena a esos cambios, aunque hubo que  esperar a la muerte del dictador. La nuestra fue una revolución no violenta y relativamente tranquila. Los españoles vimos como con la llegada de la democracia la sociedad evolucionó alcanzando cotas de libertad y prosperidad  imposibles pocos años antes. El consenso político fue el espíritu mayoritario a la hora de refundar el estado. Los ideales de progreso y bienestar habían calado hondo. Todo parecía presagiar que no habría marcha atrás, pero con la llegada de la crisis y el acceso al gobierno de un partido reaccionario, clasista y poco solidario, nuevamente  las maletas han tenido que hacerse: esta vez, sólo son los sueños los que parten al exilio político. El económico se nutre de miles de jóvenes perfectamente instruidos en busca de un empleo que su madre patria les niega.

Vivimos momentos de incertidumbre. La población se manifiesta por esos sueños arrebatados, ante la insensibilidad del gobierno que no cede en su política antisocial y que con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana pretende dar otra vuelta de tuerca en este garrote vil. Vuelven los tiempos de la mordaza y los torquemadas. El autoritarismo electo ─con la legitimidad de las urnas─ nos está expropiando el porvenir y la alegría, conduciéndonos al más absoluto estado de opresión mental.

Lejos queda el espíritu de 1978. Lejos quedan nuestros anhelos. Debemos escuchar el mandato de nuestra propia naturaleza y ¡crecer, multiplicarnos, llenar la tierra…! en pos de la diáspora de los sueños perdidos.

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